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Sarah.-

Era el día.

Sarah se levantó, tomó sus cosas y salió de aquel infierno con el que diariamente tenía que lidiar. 

Hacía casi un año desde que se mudó a casa de Alex, y desde el primer día todo su mundo se convirtió en un infierno.

Se habían conocido en una parada de metro. La huelga les pilló por sorpresa a los dos y estuvieron atrapados en la estación más de lo esperado. 

Ese tiempo fue suficiente para entablar conversación, para tomar un café en un bar cercano mientras esperaban el metro, y para que Sarah se enamorara perdidamente de él.

Los días siguientes se veían a diario. Alex la esperaba a la salida del trabajo con su merienda favorita, le compraba los libros que sabía que le gustaba leer, la invitaba a cenar y la llevaba al cine. Casi siempre se presentaba sin avisar, lo que hacía que Sarah lo viviera aún más intensamente. Todo era nuevo para ella. Alguien estaba pendiente de ella todo el tiempo, y sabía dónde encontrarla, lo que quería comer, lo que quería leer! No podía ser tan bonito.

Y no, claro que no. Si algo es demasiado bonito para ser verdad, seguramente no lo sea.

Todo cambió el día que se mudó a su casa. 

Le levantaba la voz por las cosas más simples, y también por las más estúpidas. La vigilaba constantemente, le espiaba el móvil, le decía qué ropa debía ponerse (nada que pudiera hacerla sentirse guapa, no vayas provocando). Nada de maquillaje, no te pintes las uñas, nada de comidas con tu madre y por supuesto se acabaron las salidas con las amigas. A esas zorras nunca se les ocurre nada bueno.

Del trabajo a casa y de casa al trabajo. 

Yo te llevo, yo te recojo.

Sarah era lo bastante inteligente como para no creerse ninguno de los tantos discursos que su pareja le lanzaba día tras día, aunque tenía que reconocer que su autoestima estaba mermada. Había dejado de cuidarse, de quererse. Ya no se arreglaba, no se maquillaba ni se cuidaba el pelo. Comía cualquier cosa y se vestía de cualquier manera. También tuvo que aprender a lidiar con los golpes y fingir que nada de aquello había pasado. 

Lo peor era ocultarlo a las pocas personas con las que se relacionaba. Porque desde que empezó a vivir con él prácticamente había dejado de tener vida social.

Se había convertido en una experta en cubrir un moratón con un mechón de pelo, o maquillarse los ojos para ocultar los golpes, ojos que siempre llevaba debajo de unas grandes gafas oscuras.

Pero como todas las personas, Sarah tenía un límite.

Era el día.

Había tantas cosas pasando por su cabeza: pensamientos que se hacían cada vez más fuertes, la oscura y fuerte voz de aquel abusador hacía un culposo acompañamiento en su mente. ¿Y si estaba haciendo mal? ¿Y si realmente esa vida era la que merecía? ¿Y si no encontraba a nadie que la quisiera?

El constante ruido de la lluvia cayendo como si el cielo se estuviera derrumbando. Los fuertes ladridos de los truenos y las luces intermitentes de los rayos hacían que Sarah se quebrara más rápido de lo que hubiera pensado. 

Su vista estaba llena de lágrimas contenidas y su pecho oprimido de algo que le impedía respirar. No lo sabía, pero ese algo era miedo.

Todo eso le hizo perder la capacidad de coordinar sus pasos, y se tropezó consigo misma. Apenas había puesto un pie para bajar las escaleras de la entrada cuando dió con su cuerpo en la calzada, quedando tumbada en un charco de agua que se había formado con la lluvía que llevaba cayendo todo la noche.

Sarah no sintió en qué momento su mundo se derrumbó y comenzó a caer cual Alicia en la madriguera del conejo, rodeada de aquella profunda oscuridad que la mareaba sin siquiera poder gritar, pues de su boca no lograba salir su voz.

No sabía de dónde sacó las fuerzas, pero las sacó.

Consiguió ponerse de pié. Consiguió erguirse y mirar hacia el cielo, pidiendo a la lluvia que la limpiara y la cubriera de energía.

Cogió su mochila, con sus pocas pertenencias, empezó a caminar calle abajo, sin rumbo fijo, o sí. 

Estaba caminando hacia su vida real.

Era el día.

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