General

Antes ejercía la medicina…

hospital

Todo ocurrió muy deprisa aquel día. Salí como siempre de casa temprano, después de haber corrido mis cinco kilómetros de rigor y haberme tomado mi desayuno a base de zumo de apio y manzana, mi bol de cereales integrales y mi café con leche de soja.

Tanto cuidarse para que luego un camión se salte un semáforo en rojo, y en menos de 2 minutos mi bicicleta y yo volábamos por los aires.

Lo malo de estar aquí, es que con mi profesión no puedo hacer gran cosa.

Aquí nadie se pone enfermo, no hay accidentes domésticos, nadie tiene colesterol, ni diabetes, ni artrosis. Ni un simple dolor de cabeza. 

Nada de nada oye! Cosa que entiendo, claro está. Pero es que me he quedado sin trabajo y me aburro muchísimo.

Es como una jubilación eterna, pero sin familia ni amigos, ni nada que hacer.

Al principio, una vez aceptada la nueva situación, era divertido.

De vez en cuando volvía al hospital donde trabajaba y me paseaba por los quirófanos, las salas de espera y las consultas de atención primaria, o me sentaba en la cafetería para escuchar los cotilleos de mis ex compañeros.

¡De lo que uno se entera cuando nadie sabe que estás ahí!

Un día intenté hacerme una radiografía cuando no había nadie, por pura diversión, pero no me daba tiempo a activar la máquina y volver a la camilla. 

Así que esperé a que entrara un paciente y me tumbé a su lado.

De eso hará un par de meses creo, porque he perdido la noción del tiempo, si es que aquí la hay, los médicos de trauma aún están intentando sacar un diagnóstico al pobre hombre.

Pero luego dejó de ser divertido. Porque en un hospital pasan pocas cosas divertidas, la verdad. Y además ahora que lo veo desde (fuera), es bastante rutinario.

Estaba cansado. Me pasaba los días y las noches deambulando por todo el hospital buscando la luz blanca que se supone que tienes que seguir, pero nada.

Hasta que una noche me encontré con Carla. Al principio no me asusté, porque pensaba que era una enfermera del turno de noche, pero cuando se puso a hablarme y vi que no había nadie más en el pasillo…

Me contó que había muerto durante un bombardeo en la Segunda Guerra Mundial, cuando trabajaba en un hospital atendiendo a los heridos de los campos de batalla.

Que estuvo durante lo que a ella le parecieron siglos, deambulando y viendo cómo sus familiares, amigos y compañeros seguían la luz y la dejaban sola.

Ella nunca la vio, no sabe porqué.

Un día llegó a nuestro hospital, y decidió quedarse aquí. De vez en cuando alguien moría y durante días tenía compañía. Cuando me contó eso me resultó curioso, porque yo no había visto a nadie en todo aquel tiempo.

Durante semanas fuimos inseparables. Me enseñó rincones del hospital que yo nunca había visitado, la vi tener conversaciones con gente a la que yo no veía y también despedirse de ellos cuando se iban hacia la luz, esa que nosotros no veíamos nunca.

Me contó las atrocidades que vio y vivio en la guerra.

La primera vez que tuvo que ayudar a un médico en una amputación, sin anestesia, y los dolores de los pacientes porque se habían acabado los analgésicos.

Hablando con ella entendí cuánto había evolucionado la medicina en tan pocos años y cuánta suerte tenían los médicos de ahora al disponer de tantos medios. 

Yo le explicaba los métodos de diagnóstico que se utilizaban, los medicamentos y su función, y se quedó alucinada cuando una noche me hice una resonancia para que viera cómo funcionaba.

Una tarde una ambulancia trajo a un niño con una hemorragia interna.

Mi hermana tuvo un accidente de tráfico y el peor parado fue él.

Era Rubén, mi sobrino de 8 años. 

Un ir y venir constante de médicos y enfermeras a los que yo conocía, desfilaban cada dos por tres por la habitación de mi sobrino.

Me desesperaba al ver que yo haría algo diferente y no se lo podía decir. 

A mi hermana la vi día y noche sentada al lado de la cama de Rubén, y yo no podía hacer nada para consolarla, ni hablar con ella, ni abrazarla.

Pero Rubén, aunque estaba inconsciente, sí me escuchaba.

Carla tampoco se separaba de él.

Estuvimos así 4 días y 4 noches, hasta que Rubén murió.

No fue culpa de nadie, seguramente yo, de haber estado vivo, tampoco podría haber hecho nada.

Lo único bueno es que cuando ocurrió yo estaba allí, y eso hizo que no se sintiera tan solo y no tuviera miedo.

Durante un tiempo estuvimos juntos los 3. La rutina cambió un poco, porque con un niño no puedes hacer las mismas cosas. 

Por las noches nos sentábamos en el suelo delante de las máquinas de vending y nos atiborrábamos a chocolatinas. 

Los días los pasábamos en la planta de infantil. A Rubén lo que más le gustaba era ver a los recién nacidos. Recuerdo que siempre quiso tener un hermano pero mi hermana decía que con uno ya iba bien, y que la vida estaba muy mal como para mantener más.

Una noche, estábamos jugando con un parchís que habíamos sacado de la sala de juegos de la planta de infantil, y Rubén se puso de pie sorprendido.

-¿Ves eso, tío? 

-¿El qué? – dije sin saber a qué se refería.

-Hay una luz blanca al final del pasillo – dijo sin dejar de mirar en esa dirección.

Miré, y la ví.

¡La ví!

-Carla, ¿tú la ves? – Cerré los ojos fuerte y supliqué para mis adentros… por favor que ella también la vea, por favor que ella también la vea. 

Abrí los ojos y vi que estaba mirando en la misma dirección que Rubén, con los ojos como platos, y hasta juraría que se le escapaba alguna lágrima.

No me hizo falta respuesta.

Ahí teníamos nuestra luz. El porqué ese día daba igual. Tal vez la misión de Carla era esperarme a mí, y a la mía esperar a Rubén. Daba igual el porqué ese día.

Carla y yo nos miramos y sonreímos, cogimos de la mano a Rubén, y comenzamos a caminar hacia el final del pasillo.

Dejar una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *