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Gafas

La primera vez que usé gafas tenía ocho o nueve años.

Seguramente me las pusieron porque tendría problemas para ver de cerca. 

Se supone que sólo debía usarlas para leer en clase y poco más.

Pero a mí me hacían sentir importante, y cuando alguien me preguntaba si eran sólo para leer, yo contestaba – “no, son para todo el día” -. ¡Toda orgullosa!

Eran feas, de pasta marrón, pero era lo que se llevaba en los 80 y a mí me encantaban.

Me las ponía hasta cuando no me hacían falta porque pensaba que eran de intelectual.

Y yo quería ser inteligente, así que las gafas me ayudaban a verme así.

Recuerdo que me gustaba ir al parque de mi barrio, sentarme en un banco con un libro y mis gafas puestas, y mirar de reojo a ver si alguien me miraba.

Era una niña, seguramente todo esto ahora suena ridículo.

No volví a necesitarlas hasta que tuve casi 40 años.

Ya no lo viví igual, ni de lejos (ni de cerca).

Tardé años en acostumbrarme a ellas y  si no fuera porque realmente las necesitaba, las habría perdido o abandonado en cualquier lugar.

A día de hoy no veo ni la hora del reloj sin ellas, y no puedo evitar sonreír recordando a aquella niña que se las ponía para sentirse importante.

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