No os lo vais a creer, pero desde hace unos meses, cada noche me visita un caballo blanco y alado, que baja desde el cielo hasta mi ventana para recogerme y llevarme, mientras los demás duermen, a visitar lejanos lugares.
Puedo ir cada noche a un lugar diferente. A veces lo elijo yo y otras veces solo me dejo llevar.
Para elegir dónde quiero ir sólo tengo que visualizarlo y Goloso, nombre que le puse la noche que me robó, literalmente, una nube de azúcar que me estaba comiendo, me lee la mente y me lleva allá donde yo quiera ir. Desde ese día siempre llevo conmigo una bolsa de nubes de azúcar.
No puedo explicar lo que siento al cruzar el cielo cada noche, agarrada a la preciosa crin blanca de Goloso, viendo las luces de la ciudad hacerse cada vez más pequeñas según vamos ascendiendo, notando el aire fresco en la cara.
Creo que esos deben ser los verdaderos viajes astrales.
Hace un par de semanas Goloso llegó a mi ventana antes de lo habitual y yo aún no había pensado dónde quería ir, así que me dejé llevar. Esos viajes suelen ser los mejores, la incógnita mantenida hasta el mismo momento del “aterrizaje” se suma a la emoción que siento durante el vuelo.
Pero esa noche Goloso no aterrizó.
Por primera vez desde que comenzaron nuestras aventuras, se posó en una nube gigante.
Y allí estaba mi abuela.
Bajé de mi corcel y me dirigí hacia ella muy despacio, entre nerviosa y asustada.
Pensé que aquello era un regalo de las estrellas que todas las noches me veían cruzar el cielo.
Porque siempre he pensado que me faltó mi abuela, que murió demasiado joven y me quedaron muchas cosas por hacer con ella.
Pero sobre todo que le faltó tiempo a ella para jugar y disfrutar de sus nietos, que somos muchos.
No voy a relatar todo lo que hablamos, solo diré que aquella noche fue más larga de lo normal y llegué a casa cuando ya había amanecido.
Y que desde esa noche no tengo que decirle nada a Goloso.
El ya sabe a qué nube me tiene que llevar.