La última vez que visité el pueblo de mis abuelos, tenía 16 años. 

Desde niña había pasado allí las vacaciones, y Dios, ¡cómo me gustaba ir!

Cada año esperaba con ansia el final de curso para reencontrarme con la pandilla: Lucas, Andrea, Merche, Curro y los demás. Nos conocíamos prácticamente desde siempre. Los abuelos de todos tenían casa en el pueblo y nuestros padres nos dejaban allí todos los años cuando acababa el colegio.

En los pueblos se vive a otro ritmo y sin preocupaciones, sobre todo cuando eres un crío. 

Podíamos ir por la calle libremente, de casa de uno a casa de otro, o quedarnos a dormir la siesta en el prado que había a las afueras del pueblo. Teníamos libertad absoluta. Sólo teníamos que respetar los horarios de las comidas y el toque de queda nocturno, y el resto estaba permitido.

Durante el mes de agosto algunos de nuestros padres venían a pasar sus propias vacaciones al pueblo, pero eso no alteraba nuestra rutina. Les venía bien dejarnos a nuestro aire para disfrutar de sus propias actividades.

La madre de Curro cocinaba unas lasañas increíbles, y eran la comida por excelencia de los domingos.

Al abuelo de Lucas, Carmelo, le gustaba la pesca y muchas noches nos dejaba ir con él a la orilla del río, a esperar que algún pez picara el anzuelo. 

Era uno de los momentos que más nos gustaban. Nos llevábamos la cena y aquellas noches se convertían en veladas interminables de horas y horas de tertulia.

La madre de Andrea era modista, y como tal, la encargada de confeccionar nuestros disfraces para los playbacks que se organizaban todos los años en las fiestas de final de verano.

En septiembre volvíamos cada uno a su casa y nos despedíamos hasta el siguiente verano. Manteníamos contacto por carta durante el curso y hacíamos alguna llamada de teléfono para felicitar cumpleaños y navidades. 

Aunque todos teníamos amigos en nuestros colegios y barrios, la pandilla era la pandilla. 

El último año que coincidimos todos fue aquél fatídico verano del año 1992.

La noche que todo ocurrió estábamos en el río con Carmelo, en una de nuestras salidas nocturnas de pesca. Era temprano, aún ni siquiera habíamos cenado cuando empezamos a escuchar gritos a lo lejos. 

Miramos hacia el pueblo y vimos una gran nube de humo. El pánico se apoderó de nosotros pero no nos evitó salir corriendo, casi sin pensar.

El pueblo era pequeño, desde el río no había que andar más de diez minutos para llegar a la plaza de la iglesia, y siendo un grupo de críos corriendo despavoridos, en menos de cinco ya nos habíamos plantado allí.

Lo que vimos cuando llegamos era un espectáculo dantesco.

La iglesia entera estaba ardiendo y todos los habitantes del pueblo estaban lanzando agua como podían; algunos sacando cubos de sus casas, otros con mangueras.

Alguien gritó que habían avisado a los bomberos, pero el valle es pequeño y contaba con una sola dotación, que además no estaba cerca. Tardarían en llegar.

Rápidamente nos pusimos a ayudar como pudimos.

Los padres de Merche y Curro habían traído el remolque lleno de bidones de agua y se había formado una cadena humana con cubos para lanzar el agua sobre las llamas.

La noche fue horrible. Larga, densa, interminable.

Cuando los bomberos llegaron la iglesia ya estaba totalmente calcinada y el fuego se había propagado a las casas colindantes.

Entre ellas, la de Carmelo y la nuestra.

Poco se pudo hacer más allá de salvar las estructuras. 

Todo el interior estaba destruido. No pudimos rescatar nada.

Nunca olvidaré la imagen de mi madre a la mañana siguiente, sentada en mitad de la plaza, llorando en silencio. Un lloro triste, apagado. Todos los recuerdos de su infancia estaban en esa casa; sus juguetes, los trajes que llevaban sus padres el día que se casaron, las fotos de toda la familia de las últimas tres generaciones… todo había desaparecido.

Te dicen que lo importante es que todos estábamos bien y que no había que lamentar pérdidas personales, pero una parte de mi madre murió aquella noche y nunca quiso volver al pueblo.

Carmelo también lo perdió todo y tuvo que mudarse a la ciudad con sus hijos.

Por Lucas sabíamos que no era feliz.

Ya no bajaba al bar de la plaza a tomar el vermouth con sus amigos de toda su vida, ni salía al río a pescar.

La pérdida material en su caso implicaba una pérdida aún mayor; la libertad de vivir sus últimos años como él hubiera querido.

Hoy he vuelto al pueblo, dieciocho años después de aquél incendio. 

Acabo de saber que estoy embarazada y quiero que mis hijos tengan la infancia que yo tuve, de campo y sol, de río y pesca, de acampadas en el bosque y siestas en el prado. Incluso quién sabe, tal vez vivir aquí de forma definitiva.

La semana que viene vendrán los contratistas para empezar las obras de rehabilitación de la casa de mis abuelos.

Y cuando la obra esté terminada, traeré a mi madre de vuelta.

Quiero que ese trocito de ella que murió en aquel incendio, resucite viendo a sus nietos ser felices aquí.