Largos meses habían pasado ya desde que Marcelo abandonó el hogar familiar en las remotas tierras de Alsacia, para iniciar sus peripecias por Europa. El verano pasado, finalizando las fiestas estivales de su región, un grupo de feriantes y goliardos, estudiantes de vida pícara, pasaron varios días apostados junto al Rin. Marcelo les visitaba por las noches y se sentaba junto a ellos en las hogueras que iluminaban el campamento, escuchando sus cantos e historias, y soñando despierto con vivir todas aquellas aventuras que escuchaba cantar.

Desde niño su vida había consistido en acompañar a su padre en las largas jornadas de pastoreo, ayudar en la cría e incluso en el nacimiento de los terneros. Una vida monótona de la que solo salía cuando debían acudir a las ferias de ganado en las comarcas cercanas. En esos cortos pero intensos viajes, de los que nunca quería regresar, nació su espíritu aventurero.

Por eso, ni dos veces lo dudó cuando los feriantes le invitaron a acompañarles en sus periplos, aunque sintió una pena enorme al ver los ojos llorosos de su madre, que no esperaba perder a su retoño de aquella manera, ni tan pronto. Su padre no se despidió de él, enfadado e indignado, al sentirse abandonado y sin ayuda para todas las labores que precisaba el cuidado de su ganado, de dónde se obtenía el sustento para toda la familia.

Pero Marcelo no deseaba otra cosa que viajar y conocer nuevos lugares, probar nuevos manjares y las carnes de las mozas juglaresas con las que iba compartiendo camino y aventuras. Siempre supo que no quería una vida como la de sus progenitores, y el destino se lo había puesto en bandeja. Dos días más tarde, se subió al carromato que le asignaron para iniciar la ruta, rumbo a Ginebra.

Seis meses calculaba Marcelo que habían pasado desde que dejó su hogar, y ya se había convertido en un animado juglar que hacía reír a los paisanos de todos los pueblos donde iban parando a pernoctar. Los niños se sentaban en primera fila y le escuchaban ensimismados, cantando y repitiendo los estribillos que Marcelo les iba enseñando. A los 16 años era un mozo de muy buen ver. Tenía un precioso pelo rubio rizado que le sobresalía de la capucha, y unos intensos ojos negros que brillaban cuando relataba las gestas de los caballeros mas valientes del momento. Bajo sus ropajes se adivinaba un torso y unos brazos bien torneados, sin duda forjados por el trabajo rudo que había ejercido desde niño con su padre. Las mozas enrojecían cuando las miraba mientras Marcelo seleccionaba con su mirada con cuál de ellas yacería esa noche, junto a la hoguera del campamento. ¡Qué vida más maravillosa le había sido otorgada!

Tales eran sus atributos, que llegaron a oídos de la Condesa de Belfort, quien encomendó a sus lacayos que lo llevaran a su presencia.

Una noche en la que Marcelo yacía junto a la hija del panadero local, los caballeros de Belfort irrumpieron en su carromato y lo arrebataron de los brazos de la dama, mientras la pobre chiquilla se cubría el cuerpo desnudo con su ropa y gritaba pidiendo auxilio.

Sus compañeros de aventuras y corredurías nunca supieron más de él.

Se cuenta que la Condesa de Belfort lo tomó a su servicio para amenizar las veladas de palacio, obligándole a cantar y bailar por las noches para deleite de sus cortesanos.

Se convirtió Marcelo en un mono de feria, sin vida ni control sobre la misma. Solo le era permitido salir de su celda cuando la Condesa reclamaba su presencia. Comía y hacía sus necesidades en la misma celda. Vestía las ridículas ropas que se le asignaban y hasta le decían lo que tenía que cantar. Historias inventadas por los mismos cortesanos, utilizadas para alterar la realidad, para que el pueblo sólo supiera lo que ellos querían. Batallas ganadas cuando habían sido derrotas. Tierras conquistadas cuando habían sido perdidos los territorios.

Acabaron las hogueras por las noches, departiendo con sus compañeros de corredurías. Acabaron los viajes y conocer nuevas mujeres.

Por las noches lloraba en su celda, añorando a su madre y los días que pasaba ayudando a su padre en el cuidado del ganado.

Todo esto cantaban sus antiguos compañeros al recitar “Las gestas de Marcelo”.